La mansedumbre simpática de Pere Aragonès | Opinión

EL PAÍS

Me cae bien Pere Aragonés. Sin conocerlo de nada y siguiendo sus pasos de reojo. Si yo estuviera empadronado en Cataluña, a lo mejor se me iba la mano a su papeleta el día de las elecciones, pese a disentir de casi todo con ERC, en el fondo y en la forma. Podría votarle por compasión personal, motivo que sonará frívolo en esta hora política tan grave, pero vistas las razones que estimulan el voto de otros, no me parece tan malo.

¿Cómo no sentir simpatía por un presidente que lleva la ambigüedad en el apellido? Cada vez que se cita al presidente Aragonès hay que desambiguar para no confundir con el presidente aragonés. Aragonès con mayúscula libra una guerra imposible contra la irrelevancia, como si fuera un aragonés en minúscula. Los aragoneses en minúscula estamos acostumbrados a pasar inadvertidos, somos gente sin pompa, pero los presidentes de la Generalitat llevan la pompa en el título. A un president se le nota que lo es por los andares y por el aplomo con el que le dice a la prensa y a la oposición: avui no toca. Ni puesto hasta arriba de cafeína y adrenalina daría el pego.

El presidente Aragonès que en realidad es catalán lleva intentando que el mundo se entere de que es presidente desde el día en que juró el cargo. Y no hay manera. Incluso cuando acudió al Senado, con la amnistía por montera, dispuesto a trolear al PP y a chupar cámara (la de la tele y la parlamentaria), Puigdemont se lio a conceder entrevistas en modo presidente de facto y llenó el aire de frases altisonantes y plebiscitarias, dejando a Aragonès tiritando de interinidades. El pobre no marca el paso ni en su partido, donde los Rufianes y los Junqueras le roban plano a la mínima.

No hay en la política española un caballero de figura más triste que Pere Aragonès. Bienaventurados los mansos, dice el Evangelio de Mateo, y a fe que no le sale el gesto feroz en la tribuna y que sus amenazas de referéndum suenan candorosas. Incluso si las cumpliese, el mérito se lo apuntarían otros. No es malo ser manso. Lo malo es amagar con rugir cuando lo que te sale del cuerpo son maullidos y ronroneos. Más mansos y menos miuras necesita el mundo. Mansos que contagien su pachorra en vez de dejarse arrastrar por la bravura de la manada. Con media docena más como él en cada partido, las aguas tempestuosas que nos zurran a diario se convertirían en estanque con pececillos, y volveríamos a gozar de aquellos tiempos ya lejanos en los que la política era —¡ay!— aburrida.

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