Taylor Swift y lo confesional | Babelia

EL PAÍS

La escena es la siguiente: voy a bordo de un autobús que traquetea por la Bizkaia profunda, con los cascos puestos, bolígrafo y cuaderno para tomar notas y la pantalla del móvil encendida para seguir a través de Genius Lyrics las referencias ocultas del último disco de Taylor Swift, una especie de libro de memorias sobre su separación de Joe Alwyn tras seis años de relación, sus problemitas con la fama y otros amantes que entran y salen del dibujo como secundarios con encanto. En algún momento, lo juro, se me escapa una lágrima, pero esa es otra historia. Apenas han pasado 12 horas desde el lanzamiento de The Tortured Poets Department, pero todas sus letras han sido ya volcadas y desmenuzadas por los filólogos biograficistas de internet, que nos informan a las neófitas sobre el beef o el novio que se oculta detrás de cada verso, aunque omiten, quizás porque a nadie le importa, ese guiño a Sylvia Plath en I Can Do It With a Broken Heart que tanta gracia me hace (it’s an art). Lo quiero intelectualizar, pero no hace falta; ya se intelectualiza él solo. La escritura de este poemario pop es menos ingenua que la de muchos experimentos confesionales que adornan las baldas de mi estantería. Cada dos por tres reflexiona sobre sí mismo, sobre el juego de confundir la vida y la obra y venderla así, en bloque, como el gran producto que somos cuando escribimos en el año 2024.

“Y entonces supo para qué había servido toda la agonía… De vez en cuando releo el manuscrito, pero la historia ya no es mía”, dicen los últimos versos del disco que, en su cuenta de Twitter, Taylor presentaba bajo el siguiente lema: “La autora está firmemente convencida de que nuestras lágrimas se vuelven sagradas como tinta sobre el folio”. No sé si sentirme parodiada o legitimada o ambas cosas, porque he dado bastantes talleres sobre escritura confesional en los últimos años y siempre acabo profiriendo lugares comunes de este tipo; o tanteándolos, al menos, para ver si se cuestionan o confirman desde el lugar de la enunciación. ¿Escribimos para darle un sentido al dolor? ¿Leemos desde el morbo o desde el deseo de que también lo nuestro pueda alcanzar la trascendencia que le concedemos a la obra ajena? Como dijeron los Violadores del Verso mejor que García Márquez, ¿será que todo consiste en vivir para contarlo? Cuando termina la escucha, me quedo con el texto silente entre las manos y compruebo que es mucho texto; versos exageradamente largos, a menudo pretenciosos, con rima insistente y golpe de ingenio, que recuerdan más al rap que al pop, y se me ocurre que, antes de Annie Ernaux o Amélie Nothomb o Karl Ove Knausgård, quien me aficionó a la lectura y recreación de lo íntimo a gran escala fue posiblemente Eminem, de quien lo consumíamos todo, desde sus letras de impresión kilométrica hasta sus escándalos documentados por la prensa, porque lo que nos gustaba era ver en vivo y en directo cómo alguien transformaba sus miserias en pura épica capitalista. Es curioso que, justo en la quincena en la que sale TTPD, Eminem anuncie nuevo disco y yo apenas me entere porque no llega a trending. Esto dice mucho, principalmente, de lo lejos que ha quedado mi adolescencia, pero qué ganas de ver cómo lidia él con estos avatares del tiempo y la caída y el relevo generacional. Qué gusto sentir que conocemos a quienes leemos o escuchamos, aunque sea una ficción. Es, ahora mismo, un vicio que, de tan compartido, diría que ni siquiera llega a la categoría de guilty pleasure.

Y sin embargo, tan contemporáneas como Taylor Swift son las quejas contra los géneros confesionales que parecen haberse comido el mercado editorial; ya saben a qué me refiero, a todas esas mujeres que escriben o escribimos sobre nuestros egos y nuestros traumitas. Del debate en ciernes, hay un único aspecto que me intriga o inquieta, y es aquel que me devuelven mis pesquisas posteriores a la primera escucha de TTPD, en las que me obsesiono por conocer las reacciones de las personas citadas por Taylor y asisto a un rosario de comunicados de enemigos y examantes que, como pisando huevos, aseguran tener en alta estima a la artista, le agradecen no haber salido tan mal parados o, en el peor de los casos, suplican que cese el acoso al que los someten sus ejércitos cibernéticos de fieles. Si Taylor Swift te vilifica en una letra, estás perdido. Ella escribe y señala desde el (un) dolor, pero también desde la cima de la revista Forbes, y sería absurdo equiparar, por tanto, las consecuencias de su escritura con las de cualquier otro mortal. No obstante, creo que no es errada mi intuición de que, tras el común de los proyectos autobiográficos, siempre late un afán justiciero, que puede ser perfectamente legítimo pero que se nutre de un espacio de poder, es decir, del discurso de la autoría, para ensalzar el punto de vista propio y silenciar el ajeno. Y lo cierto es que, sin querer esgrimir ninguna opinión moral al respecto, sí que me interpela, de pronto, que hayamos estado hablando de autoficción, de exhibicionismo y egos, cuando quizás deberíamos haber debatido sobre el auge y la conquista de las escrituras de venganza.

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