¿Un bizcocho sin harina? Se llama bollo maimón y es un dulce típico de Salamanca | Gastronomía: recetas, restaurantes y bebidas

EL PAÍS

Óscar Maldona no está contento. Cuando levanta la tapa del puchero y ve la cresta, chasquea la lengua. “Lo que interesa es que abra, que haga picos y quede más bonita, como si fuera una corona”, lamenta. Este repostero de 50 años es el experto en bollo maimón de la panadería Don Hornazo. Y hace esa afirmación después de mezclar los ingredientes con esmero, batirlos durante un tiempo cronometrado y esperar a que el horno termine el proceso. “No hagas caso, está buenísimo”, le anima Sarah García Valiente, su pareja y copropietaria del establecimiento, junto a su hermano José Luis.

Ambos son conocedores del oficio desde pequeños por trasmisión familiar. Sus padres ya trabajaban en este local de Villarmayor, localidad situada a unos 30 kilómetros de Salamanca. Y ya elaboraban este postre típico de la provincia. “Es muy tradicional, antes se llevaba como un regalo a los novios que se casaban o al cura. Y los originales solo lo hacen las panaderías de los pueblos, aunque lo artesanal no se valore demasiado”, apunta esta profesional de 45 años, que lo recomienda como aliado perfecto en desayunos y meriendas de meses fríos. “Eso sí”, advierte, “¡chupa todo!”.

El bollo maimón es un bizcocho que brillaba en las bodas de la zona con esa recia porte vertical. Solía sobresalir en las mesas de este tipo de celebraciones acompañado de una frasca de vino dulce y copas de anís. Hueco por dentro y cubierto de azúcar, es una de las joyas más reconocibles de la repostería tradicional de Salamanca, Zamora, León o Ávila. Su origen, envuelto en el polvo de las cocinas rurales, se remonta a las tierras castellanas durante los siglos XVII y XVIII, cuando las amas de casa lo preparaban como postre de ceremonias alegres o como ofrenda nupcial.

Investigadores y curiosos vinculan su nombre a los “maimones”, una fiesta popular que servía de epílogo al banquete nupcial. Allí, el pastel, poroso y aireado como una nube, se compartía entre cantos y brindis de aguardiente. A veces incluso invocaba al baile alrededor, como si fuera el aquelarre de la glucosa. Otros estudiosos, en cambio, sugieren que “maimón” procede del árabe ‘maimún’, que significa feliz o afortunado. Una etimología que parece encajar a la perfección con el espíritu festivo del dulce.

Pese a su sencilla apariencia, el bollo maimón encierra un pequeño misterio culinario: no lleva levadura ni harina convencional. Su ligereza proviene únicamente del aire atrapado en esa amalgama de huevos batidos, almidón de trigo y azúcar que levanta la masa hasta convertirla en un milagro de estructura. Antiguamente, se horneaba en un molde de barro con una cazuela en medio (para lograr el característico agujero central) y se servía con un caldo tinto o con un chocolate espeso. Hoy, aunque su presencia ha menguado en las pastelerías urbanas, sobrevive en aquellos obradores donde las recetas se heredan como reliquias familiares. Y se vende a un precio de entre 6 y 12 euros, según el tamaño.

Hay quien le añade ralladura de limón, hay quien lo cubre con almíbar y quien jura que la clave está en emulsionar los huevos durante exactamente media hora. Pero todos coinciden en que, cuando el bollo maimón sale del horno, la casa huele a verbena. Óscar Maldona, veterano en el arte de su preparación, solo espolvorea con azúcar glas la superficie una vez se ha templado. Su toque consiste en separar las yemas de las claras. Luego las funde cuando estas últimas alcanzan su punto de nieve. “Cada uno guarda su secreto: todos comparten la base, pero reservan un gesto, un matiz. Por eso se distinguen en el tacto o el olor”, concede, más animado.

Sara Cámara, por ejemplo, enumera estos tres ingredientes y glosa las bondades del almidón o la fécula. ”Es más húmeda, menos pesada, más fina”. Ganadora a la Mejor Repostera de Castilla y León en 2025, relaciona el bollo con “algo especial”. “Antes era para bodas y se hacía con el perol y el maimón, ese cilindro del centro para moldear la forma circular. Lo que sale es muy blando, pero hay que mojarlo”, aconseja.

Con solo 35 años, la chef, que también fue galardonada con un premio a revelación gastronómica por la Junta, está a punto de abrir su propio restaurante en Ledesma, otro municipio de la región. Allí volcará su cultura entre fogones, que bebe de todos los palos de la cocina charra. Cámara sostiene que, dentro de esa categoría, el bollo maimón es un indispensable como el hornazo o el farinato: “Creo que funciona más por encargo, que se está perdiendo, pero hay que mantenerlo o lo echaremos de menos”.

“Lo conozco desde pequeño, aunque su fabricación era ocasional. En Salamanca solía coincidir con la Festividad de las Águedas, el 5 de febrero”, comenta por su parte Mariano Jiménez, uno de los responsables de la pastelería Jibe. Para este experto de 51 años con un establecimiento en pleno Salamanca, algunos bollos lucían guindas, perlas o merengue. “Se decoraban para distinguir este tipo de bizcocho del de soletilla”, explica, matizando entre dos productos de textura casi similar, aunque diferentes creaciones: el segundo es el que se utiliza para los melindres o el tiramisú.

Jiménez no se queda ahí. Le añade agua y “una carga de harina para que contenga. Y hay gente que le da un aroma de anís o limón”, apunta quien ha conservado una fórmula original de sus antepasados con medio siglo de vida. “Es para un público salmantino en época de frío. Creo que la mayor explosión ocurrió en los años ochenta. Luego se perdió un poco al transformarse las costumbres y ahora puede que tenga un auge por el turismo”; cavila el vecino de una ciudad que recibió más de 700.000 visitantes en 2024.

Muchos de ellos pasarían por la puerta de La Industrial, confitería mítica de la Rúa Mayor. Todavía destaca en esta arteria principal del casco histórico con una fachada de grandes ventanales enmarcados en un verde intenso. Bajo su discreto toldo y tras el dorado de sus bandejas, en ese espacio de iluminación cálida y madera barnizada, Irene Alonso lleva más de 50 años atendiendo a los clientes que piden bollo maimón. “Está instalado como algo de aquí, con esa forma característica. Es muy simple, pero está muy bueno y nunca dejaremos de prepararlo”, afirma.

Intentarán, como los artífices de Don Hornazo, que la forma superior muestre esa geometría sagrada de la realeza. Aunque el sabor y la jugosidad, como defendía su dueña, no defrauden: “Está delicioso. Me recuerda a los bizcochos que comía de pequeña, pero en gigante y más esponjoso”, resume Ana López del Pino, una nueva –y, posiblemente, duradera- clienta.



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